martes, 21 de febrero de 2012

OTROS AUTORES SOBRE EL ENSAYO: Luigi Amara

 Es también mi interés formar un archivito sobre el ensayo según la perspectiva de otro autores. Esta sección se ha de llamar "Otros autores sobre el ensayo", y la inauguraré con este texto de Luigi Amara.
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EL ENSAYO ENSAYO por Luigi Amara

El ensayo no puede ser otra cosa, ya que le está permitido serlo todo.

Ezequiel Martínez Estrada


Más que la imagen del centauro, que Alfonso Reyes propagó pero que deja un sabor a quimera o a hibridación, a no sé qué de forzado y casi imposible, la imagen que más me gusta para representar el ensayo es la serpiente. Como una serpiente fue que Chesterton sintió que se deslizaba el ensayo: sinuoso y suave, errabundo y a veces viperino. El ensayo, al igual que la serpiente, tienta y es tentativo; no se anda por las ramas sino que avanza por tanteos. Chesterton veía también en él la semilla de algo maligno, de algo capaz de ufanarse de su irresponsabilidad, de no querer llegar a nada sino de solo recorrer el camino, ¡y para colmo de manera ondulante! Pero ese toque maligno que percibía Chesterton –el ortodoxo y católico y gran ensayista Chesterton, padre del padre Brown–, que se manifiesta en su naturaleza elusiva, impresionista y cambiante, en ese estar de lado de lo incierto y lo fuera de lugar, es nada menos lo que hace que el ensayo ocupe un lugar en la literatura y sea, por decirlo así, una forma de arte, algo más que una vía egotista de proferir opiniones o una mera “prosa de ideas”.

Lo mismo en Montaigne que en Bacon, los dos fundadores del ensayo, está la idea del tanteo, de experimentación, la inquietud de paladear las cosas por uno mismo. Su verbo característico es “probar”, no en el sentido de demostración, sino de ver a qué sabe. Con el ensayo se avanza por el terreno solitario de la subjetividad, de espaldas a las doctrinas establecidas, con el fin de sopesar un asunto, cualquiera que este sea, en la báscula interna, someterlo al escrutinio de la experiencia personal, a su ensayo. El género nace con un ojo puesto en el escepticismo y otro en la reivindicación de la experiencia; descree de lo aprendido, sigue el sendero de la herejía y entonces voltea hacia la propia subjetividad, ese asidero no menos tambaleante. El ensayo sería poca cosa si no fuera también una forma de palparse, de ir al encuentro de uno mismo, de tentarse: Montaigne, explorador de sí mismo, concebía al yo como algo tentativo, en construcción, inestable; decía que había hecho su libro tanto como su libro lo había hecho a él.

Todo esto lo escribo con un poco de bochorno pues sé que es de sobra conocido; pero lo escribo de todas formas porque me parece que esas dos cualidades del ensayo –su acento subjetivo y su sinuosidad tanteadora– están ausentes de mucho de lo que hoy se considera ensayo. Pasa tal vez que la libertad con que discurre el género ha contagiado nuestro vocabulario y entonces cualquier texto en prosa, desde el artículo de periódico hasta la tesis académica, desde el comentario político hasta en últimas fechas la novela, se consideran ensayos. Como de pronto todo mundo dice escribir ensayo, y hay colecciones de ensayo y premios de ensayo que no publican ni premian ensayo –sino más bien estudios, monografías, colecciones de artículos, tesis para obtener un grado, maquinazos, reseñas presuntamente críticas, discursos–, a fin de distinguirlo de esa variedad de textos de una cercanía engañosa algunos se han visto en la necesidad de denominarlo “ensayo literario”, “ensayo libre” o “ensayo personal”, mientras que otros hemos preferido referirnos a él, con algo de énfasis y de nostalgia, como “ensayo ensayo”. Es verdad que el género es tan elástico y movedizo, tan receptivo y abierto que no tiene mucho caso preguntarse por su pureza; pero tampoco tiene mucho caso reflexionar y hasta organizar mesas redondas sobre el ensayo cuando en realidad estamos hablando de otra cosa.

Algunos rechazan que sea propiamente un género; otros pretenden que también los escritos formales, teóricos, que siguen un rigor lógico han de ser llamados ensayos. Yo creo que estas dos posiciones son una necedad, un resignado estatismo de la ignorancia. Etiquetas como la de “ensayo formal” o “ensayo impersonal” rechinan en mis oídos, en mis oídos quizá anticuados, como la idea de una novela sin narrativa o un soneto en prosa. Mi escalofrío se produce no por cerrazón, sino por la sospecha de que al entenderlo así, de esa manera tan laxa, se pierde justamente su cariz experimental, su condición de laboratorio sobre el papel.
El ensayo es un “género degenerado”, sí, y por si fuera poco de lo más hospitalario, pero no hasta el extremo de traicionarse. ¿Qué ganamos con decir que sus únicas constantes son la apertura temática y la libertad
compositiva, cuando eso mismo podría decirse de muchísimas cosas? “Prosa no narrativa”, han dicho otros. Pero como el ensayo con frecuencia incluye anécdotas o adopta la estructura del relato, nos quedaríamos solo
con la prosa. El ensayo es prosa. ¡Fabuloso! No hay que olvidar que el libro de Montaigne fue considerado por Brunschvicg “el libro más original del mundo”; si me resisto a llamar a todos esos tratados, informes de investigación y artículos de toda laya ensayos, es porque no encuentro en ellos los rasgos que hicieron del libro de Montaigne el libro más original del mundo.[1]



viernes, 10 de febrero de 2012

Abstracción alterna del Muro


Escucha. Recuerda.

¿No puedes? Claro que no, nunca tuviste la oportunidad de conocer a tu papi. Bueno, si de algo te sirve saberlo, fue todo un héroe. Murió con valor en el frente. Tu madre lo amó mucho. Por eso mantiene sus cosas como reliquias, por eso reza con tanta vehemencia, por eso te mira como si viera a un fantasma.
No importa cuánto busques, nadie te  quiere. Acéptalo, Pinky. ¿Ese hombre te parece buen padre? Lo tomaste de la mano y te apartó asqueado. Nadie te quiere.


Dime, ¿has encontrado algún lugar donde te sientas en casa? ¿Qué tal la escuela? ¡Es tan divertido ver cómo el profesor te humilla frente a todos! Y luego, debes repetir como todos, con esa monótona voz: “Un acre es…” No eres nadie. No perteneces a ningún lado.


Pero no te angusties, hay una solución. El muro. El muro te protegerá. Nadie podrá hacerte daño. Pregúntale a tu madre qué opina y su silencio será tu respuesta. Déjalos a todos fuera. Entra más profundo y estarás a salvo.



No conociste a tu padre, pero heredaste sus recuerdos. Ves con sus ojos el cielo gris, otrora celeste. Sientes con sus manos la sangre. Hueles con su nariz el miedo. Entiendes, como él, que los traicionaron. Les prometieron un nuevo mundo. Tienes que admitir que ellos cumplieron. Les mostraron a ustedes, a todos, que un mundo diferente es posible; que el horror aún no ha llegado a su límite, que la muerte puede poseerte en vida, que es posible habitar la soledad del vacío.


Ya no tiene sentido llorar. No importa cuánto intentes acercarte, los alejarás a todos.
¿Qué puedes hacer ahí sentado, solo en medio de tan enorme cuarto? Ya nada tiene sentido. Todo es una broma. Sí, eso es. Una sádica y absurda broma.



¿Qué quieres? ¿Para qué sigues viviendo? ¿Qué tal si me enseñas cómo vuelas? Yo no huiré. No como los otros.


...

¡Sí! ¡Así! ¡Grita! ¡No necesitas nada, no necesitas a nadie! Sólo debes terminar el muro. Más grueso. Más alto. Más frío. A tu alrededor. Grita para que sólo la piedra te oiga y te responda. Vamos, no seas cobarde. No te despidas aún, todavía es muy pronto.


¿Quieres intentarlo una vez más? Anda, pide ayuda. ¡Ruega para que te salven! No tienes esperanza. ¿“Juntos venceremos, divididos caeremos”? ¿A quién le hablas? No hay nadie más. Sólo gusanos. ¿No te hacen cosquillas?


¿Hay alguien allá afuera? ¿Hola? ¿Hay alguien allá afuera? No, Pinky. Sólo es tu voz, sólo regresa el eco. No hay nadie en casa. Nadie va a regresar. Cada quien camina por su lado. Ya no eres un niño, Pinky, ya nadie te pregunta dónde te duele. ¿Qué importa? De todas formas, ya ni lo sientes.


¡Ja, ja, ja! Muy tarde, pequeño. Puedes llorar todo lo que quieras por tu pinche almita, hiciste un trato. Debes continuar. ¿Qué más da si ya no recuerdas nada?


¡Eso es, Pinky! ¡Déjalo salir! Usa ese poder. ¿Puedes sentirlo? Ese maravilloso frío que te recorre la espalda cuando levantas las manos y la multitud te venera. ¡Dilo! Nadie te cuestionará. Eres un dios para esos borregos  rastreros. ¡Disfrútalo! Aniquila a todos los que te hicieron o que pueden hacerte daño. Mándalos al paredón. Tiñe tu muro con ese adorable color carmesí. "¿Hay alguien ahí dentro?" No, ya no.


¡Corre! ¡Corran todos! Ahora es demasiado poderoso. El martillo no se detendrá. Primero espera… luego avanza. No perdona, no desperdicia. Añorar el pasado es perder el tiempo. Gusanos… ése es el verdadero futuro. Tú único futuro.


¡No! ¡No seas marica! ¡No puedes echarte para atrás! No hay un hogar al cual regresar. Tú tienes la culpa. Solamente tú. Tienes una deuda y debes pagar.


Pobre Pinky… tan solito y asustado. Lo siento, chiquito, pero debo aplastarte. ¡Ja, ja, ja! ¿Crees que apenas estás enloqueciendo? ¡Mira atrás, pedazo de mierda! ¡Has estado loco todo este puto tiempo!: Nadie debía existir más que tú, nada debía hacerse de una manera distinta a la tuya, nadie merecía ser amado más que tú. ¿Quién decidió levantar ese muro? ¿Quién lo construyó? ¿Quién abandonó a su pobre madre? 



No chilles. Espera a que el juez me deje contigo cinco minutos. Solos, tú y yo. Hace tiempo que esperaba este momento.



¿Qué es ese sonido?... ¡Abajo! ¡El muro se viene abajo!
Los de afuera lo tiraron.




Ahhh… fue entretenido mientras duró. Me divertí mucho contigo, Pinky. Lástima, ya no me sirves de nada. Tu alma no vale un carajo, ¿para qué llevármela?


Por otro lado, esos niños se ven apetitosos. Habrá que ver si resultan tan débiles como tú o no. 

Míralo de esta manera: a lo mejor sirves de algo después de todo. Puedes ser su ejemplo. Quizá te recuerden, quizá no. Quizá aprendan…


Quizá no.


Entre los callejones de la Ciudad de Dios


Tratemos de evitar los discursos apocalípticos de cliché sobre el “inevitable fin del mundo”, “el juicio de las almas pecadoras” y “la perdición de nuestro amado país”. La distopía presentada en Ciudad de Dios (u otra película con tónica similar) es apenas un pálido reflejo de lo que se vive día a día en numerosas regiones del mundo, es cierto; pero también ofrece un vistazo de sus causas.

Para aclarar ciertos puntos, vale la pena hacer una  suerte de retrospectiva estilizada: 

A pesar de los obstáculos, hubo un momento en que el Soñador creyó que el mundo ideal estaba al alcance, todo gracias a él; después, cuando más alto se había elevado, largas garras lo precipitaron al suelo, acribillaron sus ilusiones y lo dejaron mutilado dentro de un cráter; entonces, el Soñador con sobrehumano esfuerzo   se arrastró hasta poder incorporarse, mientras rememora una y otra vez la caída. 

Tiene miedo, está furioso, empieza a dejar de creer (las garras lo escarmientan de vez en cuando, para asegurarse); ahora se persuade de lo equivocado que estaba (lógico…), tira a la basura sus antiguas convicciones, mira con desprecio a sus ofensores y a los que lo permitieron (¡ingratos!) y parece coquetear con la idea de mandarlo todo al carajo o cambiar de bando (¿quién no quiere estar del lado ganador?). 

Pero resulta que ¡oh, sorpresa! en el camino parió varios hijos: uno, nacido de las ilusiones, sigue peleando, se levanta, se tropieza, a veces enceguece, no olvida su objetivo pero quiere conseguirlo todo él solo; otro, muere durante el parto y el fantasma de su pútrido cadáver acompaña a su padre y a sus hermanos a cada paso; otro nace del odio, tiene el cuerpo lleno de cicatrices purulentas y su juguete favorito es una AK-47;  el último nació de la mierda y, por tanto, siempre tiene hambre de dinero. Todos siguen su propia senda… pero, ¿hacia dónde?


Entonces, regresemos a nuestro punto de partida: la distopía, el camino al infierno. Vamos en línea recta y sin escalas, casi seguro; pero, ¿cómo concebimos este oscuro destino? Violento, brutal, indiferente, trágico, doloroso… ajá, ¿y qué más? 

¿Eterno, acaso? 

¿Una vez que el averno caiga sobre nosotros, ya no podremos escapar nunca? 

¿Qué tal si sí hubiera una salvación? 

¿Cuál sería? 

¿Quién nos salvaría?


Veamos: Desde donde yo lo veo, hemos visto y vivido suficiente historia como para saber que ninguna etapa es perpetua. Puede ser muy larga, corta o espaciada, lo único constante es su dinamismo, de manera que, si podemos vislumbrar el inicio de un periodo nefasto, también podemos imaginar al menos su final.


Sobre la violencia y la crueldad, es necesario tener presente  que, como muchas otras capacidades emocionales, son inherentes a la naturaleza humana; todos somos individuos potencialmente violentos. Para poder controlar estos impulsos es preciso asumir este hecho –pues negarlo es tan reprobable como dejar libre a la bestia-, sólo a partir de ello, se puede iniciar el proceso de “domesticación” y adaptación a un medio social que requiere de autocontrol para mantener un equilibrio (lo cual vi enunciado por primera vez en un elocuente libro sobre licantropía).


¿Qué hay de la salvación? Pues si podemos vislumbrar un final para el infierno, existen muchas posibilidades; unas más concretas, unas más utópicas, otras más supraterrenas, todo depende de cada perspectiva. Sin embargo, me parece —como a muchos otros que seguir con la idea de que un solo individuo o grupo reducido de personas (o entes) podrán salvar a toda la humanidad sería una condición fundamental para alargar nuestra estadía en el inframundo. Por un lado, ¿no ha sido esta funesta idea de caudillismo lo que le ha impedido a las ideologías liberadoras el alcanzar su objetivo?, ¿no a todos les llega la tentación ser “El Salvador”?, ¿no es por ese afán egocéntrico que no han podido ponerse de acuerdo y se han vuelto víctimas fáciles de sus antagonistas? Por otro lado, relegar la salvación a otro manifiesta un profundo horror a asumir una responsabilidad histórica. ¿Tan cobardes somos?, ¿tan débiles o tan incapaces? Es decir, si existe una capacidad en sentido destructivo, debería haber una capacidad inversamente equivalente.


En tiempos tan catastróficos como los que vivimos ahora no es de sorprender la cantidad y variedad de teorías acerca de lo que nos depara el futuro; unas promueven la idea del destino, otras, la de la construcción gradual y causal de la propia existencia. 

En lo personal, no sé cuál será la correcta, ni siquiera si existe tal; pero creo que, bajo el supuesto de que nuestro destino estuviese trazado –por nuestra naturaleza, Dios, las fuerzas cósmicas o quien sea-, es tiempo de levantar la vista y, al menos, elegir cómo enfrentarse a él.  

Viejas aventuras por el bosque




























jueves, 9 de febrero de 2012

Malos recuerdos (yorror y horreal)


Quiero comenzar siendo completamente honesta. Me costó muchísimo trabajo leer, en su momento, El Astillero, no por cuestiones de tiempo o de inteligibilidad, sino por cuestiones personales. Mientras más avanzaba, menos importaba el contexto, el ambiente, la historia y más grande y horrible se volvía la figura de Larsen. 



Verán, desde que era pequeña   y como todos los niños, tenía miedo a muchas cosas   de repente me atacan visiones de ciertos lugares, lugares que me aterran. 

Uno de ellos, el principal, es una habitación grande dentro de un departamento, de concreto, gris, frío y sin ningún mueble (excepto, quizás, un colchón tirado en el suelo), con un ventanal que da a la ciudad. Éste es enmarcado por unas cortinas delgadas y claras, casi transparentes que están abiertas para dejar ver el panorama. Afuera, llueve y todo se ve gris, oscuro. No es ni de día, ni de noche, sólo una luz mortecina que vuelve más oscuros los edificios, los cuales no son ni grandes ni modernos, sólo bloques de piedra con alambres. Nada más; sin monstruos, fantasmas, hombres malos, nada... sólo esa horrible habitación. Entonces, ¿por qué le tengo tanto miedo? 



A lo largo de mi primera década de vida, vi cómo mi (media) hermana mayor crecía. 

Yo creía que mi hermanita menor y mi padre no éramos su “verdadera” familia: la sentía distante; siempre peleaba con mi madre: la sentía enojada todo el tiempo; vivía en mi casa y en la de mi abuela: la sentía dispersa; siempre estaba enferma de algo: la sentía triste; casi siempre se hacía todo ella misma: yo la sentía sola. 

¿Por qué le tengo tanto miedo a ese lugar? Porque así era el cuarto donde dormíamos las tres, donde yo sentí todas esas cosas en mi hermana. Con el tiempo, fui asociando el proceso de crecimiento con esas emociones, con la historia de mi hermana y pensé que así debía ser, que yo debía pasar por esa etapa. 

Por eso me aterraba crecer. 

Cuando nos mudamos de casa, las circunstancias también cambiaron y a partir de ahí, la cosa fue un poco mejor. Al menos, hasta hace unos años durante mi adolescencia, cuando tuve una “recaída”. Para no hacer el cuento largo, mientras estaba en el Centro, después de una abundante comida vespertina y caminando por las calles, tuve un repentino ataque de pánico. Pero no sólo era eso, era una combinación de miedo y un vacío absoluto y asfixiante, todo en un solo y pesado paquete que abatió sin decir “agua va”. Como si estuviera en el interior de un reloj de arena, con todo arriba y nada debajo, en una especie de eterna caída. No sé si fue la oscuridad del ocaso entre los callejones, la música sonando en mi discman, las luces, la gente o si fue todo junto... Lo que sé es que nunca olvidaré esa sensación disparada de golpe.


Todo esto viene a cuento porque, mientras más veía qué y cómo era Larsen, más recordaba ese momento, más recordaba a mi hermana mientras crecía. Tal vez ahora ella es feliz y nos llevamos bien, pero no puedo olvidar. No toleraba leer más de dos o cuatro capítulos por día porque significaba ver a los ojos a ese personaje que encarna todo lo que más me aterra en el mundo real: ese hastío, esa angustia, esa desesperanza, esa indiferencia, esa soledad, esa no-pertenencia, ese no significar nada para nadie.

No veía a Larsen como Onetti lo describe, sino como un pozo sin fondo donde aparecía esa maldito cuarto y un reloj de arena; donde aparecía, sólo por una milésima de segundo, ese posible yo futuro que sin propósito y sin las agallas para terminarlo todo   se encontraría atrapado en un rinconcito de locura. 

Lo más curioso de todo es que, el horrible sabor de mi memoria y El astillero, me lo quitó después de varias releídas otro muy diferente: La domadora de miedos, una novela para niños.



El Bataraz (en honor a Rosencof)


11 años y pico, che. ¿Quién lo creería?


La verdad es que no creí que te vería otra vez. Lucís más pequeño, más viejo y más loco, pero algo nuevo brilla en tus ojos. 

La verdad, te admiro, carajo. Estoy segura que yo hubiera muerto a los 6 meses. Pero no tú, tú no. Ese algo nuevo lo demuestra. Cómo te jodieron esos cabrones. Te jodieron pero no te quebraron. ¿Cómo hiciste?


...



¿Las palabras? ¡Anda, no jodás! ¿A que no fue el Tito? 


Bueno, bueno, te creo. 


Entonces, por favor, describime qué veías más allá del 2x2. Ayudame a conservar la cordura.


¿Recuerdos del mundo? ¿Recuerdos de tu vida pasada? Ahhh… no creo que eso me ayude a mí, me moriría de tristeza antes que por los culatazos o las infecciones. 


¿Ah, no? Pues sí, tenés razón. A algo hay que aferrarse.


...



Desde que supe que eso se le podía hacer a una persona, me preguntaba cómo sería el encierro, ¿sabés? 

¡Carajo!, a veces me imaginaba vacía mi pieza y clavaba la mirada al techo o a una esquina. Nunca duré más de diez minutos, che. Sentía ese puto escalofrío subírseme por las piernas y hasta la coronilla para saltarme a los ojos y decirme: “¡Hola, ya llegué! Vine a quedarme para siempre”. En el pináculo de la desesperación, aparecía la locura, ora como salvación, ora como sentencia de muerte en vida. 

“Qué mierda”, decía yo, “no voy a servir pa´ ni poroto en la lucha”.



...


Sí, ya sé que por muy pelotudo que fuera, el gallito te ayudó. No te hagás pendejo, che, sé cómo te dolió verlo clavado y coronado de alambre. Pero te puso a pensar, lo sé bien. Primero llega y lo tratan como la persona que dejaste de ser en cuanto te encerraron. Luego, se aburren y lo tratan como el pedazo de mierda en el que te convierten cuando gozan de poder impune. Compañero en las buenas y en las malas. 


Sólo así se puede sobrevivir.


...


¿Las palabras otra vez? 


Sí, al menos eso no te lo pueden quitar. Dejame adivinar… A que tu palabra favorita era ‘agua’. “No sólo de pan vive el hombre”, algún humanista dijo. Estoy muy de acuerdo y tú lo probaste. También de palabras vive, nace y se alimenta.


...


¿Alguna vez pensaste que podías salir? Digo, ¿realmente te acostumbraste a las cercas o podías ver un final? No pregunto por joder, en serio. Pregunto porque, para mí, o la esperanza me mataba la razón o el cinismo de la costumbre me hacía creerme ama y señora de mi rincón… Tenés razón, al final, el resultado iba a ser el mismo. 


‘Tá bien, me callo, perdón. 


Bueno, che, pero no te quedés callado, contame una historia o el silencio va a matarme. 


No, mejor, escribime dos obras de teatro: una en la que un gallo y un hombre se pelean a muerte y otra en la que una pelusa ombliguera mira directamente al sol...



miércoles, 8 de febrero de 2012

Construyendo una fantasía (1970-1990, Murata Kishio)


閉じていく思い出の そのなかにいつも
En cada recuerdo que pasa, siempre se
忘れたくない ささやきを聞く.
escuchan susurros que no queremos olvidar.
Kimura Yumi, “Itsumo nando demo”

Le tomó veinte años llenar el lienzo.

            Ya sea por pura diversión o como un ejercicio de alivio mental, Murata-sensei dejaba que las capas de óleo y las casitas se amontonaran una sobre otra a lo largo del tiempo. Dicen que este cuadro representa la estancia del pintor en México; dicen que su obra completa refleja una intensa necesidad de vivir; dicen que el hecho de practicar la pintura abstracta le permitía significar al infinito en la experiencia de cada individuo. Yo no tengo dudas. En este momento, podría decir que su hallazgo fue una afortunado accidente, pero encontrarse con una obra tan cargada de recuerdos no es algo que suceda por azar, era algo que debía suceder. Después de todo, construir una fantasía y reconstruir la memoria puede ser lo mismo.

            La disposición de elementos me lleva a la curiosidad que me provocaban las ilustraciones de Annegert Fuchshuber para el Tragasueños de Michael Ende cuando tenía unos cuatro años. Ver dormir, desde las ventanas de sus hogares, a la gente de Dormilandia me hacía bostezar y me hacía preguntarme sobre sus sueños. ¿Qué soñarán las ilustraciones cuando cierran los ojos?, ¿les dolerá cuando uno cierra el libro?


            Voy a mis siete años y me recuerda la incertidumbre de las primeras veces en que me enfrenté a los laberintos de Remedios Varo. Miro los edificios con ventanas chiquitas y pienso, por ejemplo, en la complejidad de “Tránsito espiral”, en la inquietud de “Hacia la torre” o en el asombro de “Fenómeno de ingravidez”. ¿Por dónde se entrará a esas habitaciones?, ¿será que las ventanas son así para que uno quiera asomarse? Pero ahora, ¿por qué me dan tantas ganas de escapar?


            Veo la profundidad del paisaje, el orden de las ventanas y las grietas en la pintura; entonces me acuerdo de lo aventurera que me hacían sentir los dibujos de Roswitha Quadflieg para La historia interminable, también de Ende. Debía tener ocho años cuando entendí esa sensación; conocía el libro de toda mi vida, claro, pero nunca supe bien qué pensar hasta entonces. Era aterrador llegar a la letra I y encontrarse con la Ciudad de los Espectros donde esperaba Gmórk, así como era desconcertante llegar a la W de la Ciudad de los Antiguos Emperadores, pero se sentía bien tener el valor de seguir leyendo. Si entro, ¿podré salir o acaso me perderé en su interior para siempre?



            Ahora advierto lo grande que es la ciudad y, si regreso a mis doce años, también veo los inmensos castillos de acuarela de Alan Lee. En aquel entonces, me fascinaba todo lo que tuviera que ver con la mitología feérica; así pues, no tardé mucho en encontrarme con su ilustrador por excelencia. Varias veces intenté reproducir el aire misterioso de los colores dispersos en agua, pero nunca lo logré; no sólo porque la limpieza de técnica aún estaba muy lejos para mí, sino porque no podía concebir las dimensiones de la construcción. ¿Por qué siento que puedo tocar cada torre o cada techo si estoy tan lejos?, ¿por qué me da la impresión de que esa ciudad está hecha tanto para gigantes como para enanitos? 



            Si lo veo desde otro ángulo, menos complaciente tal vez, recuerdo el cortometraje animado de Mark Baker llamado La villa. Cuando lo vi por primera vez, por ahí de los 15 años, me dio miedo entender aquel viejo dicho de “pueblo chico, infierno grande”. La historia se trata de un grupo de personas que no pueden dejar de meterse en los asuntos de los demás y que  viven en una villa circular donde las casas son enormes, pegadas entre sí y con vista hacia el resto de las casas. Me preguntaba, francamente incómoda: ¿Así es en todos lados?, cuando crezca ¿tendré que vivir eso?, ¿por qué diablos le iba a importar a la gente lo que hago o no hago?



            Veo ahora los colores y las formas en armonía dinámica y revivo el amor que transmiten los paisajes de Miyazaki Hayao, en especial, su castillo vagabundo en el desierto. Los japoneses, por historia e idiosincrasia, padecen de un barroquismo contemplativo que se manifiesta en todo lo que hacen; juntan y amontonan cosas y conceptos de tal modo que, aunque parezcan totalmente opuestos, se siente como si pertenecieran entre sí. El castillo aglomera diferentes tradiciones y estéticas, quizás por ello resulte tan fácil encontrar un punto de identificación y acurrucarse ahí para conocer el resto. A los dieciocho años, cuando lo vi, pensé: ¿por qué se siente tan conocido?, ¿por qué espero reconocer algo tras esas puertas?


            Hoy, a los veintitrés, escribo sobre los recuerdos ocultos en cada visita al cuadro de Murata-sensei. Me tomó otros veinte años a mí para llenar el lienzo.

           Y, a pesar de todo, ese gerundio tan coqueto del título me dice que el proceso de construcción aún no termina. Pero como solía decir mi padrino “ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión”.