miércoles, 8 de febrero de 2012

Construyendo una fantasía (1970-1990, Murata Kishio)


閉じていく思い出の そのなかにいつも
En cada recuerdo que pasa, siempre se
忘れたくない ささやきを聞く.
escuchan susurros que no queremos olvidar.
Kimura Yumi, “Itsumo nando demo”

Le tomó veinte años llenar el lienzo.

            Ya sea por pura diversión o como un ejercicio de alivio mental, Murata-sensei dejaba que las capas de óleo y las casitas se amontonaran una sobre otra a lo largo del tiempo. Dicen que este cuadro representa la estancia del pintor en México; dicen que su obra completa refleja una intensa necesidad de vivir; dicen que el hecho de practicar la pintura abstracta le permitía significar al infinito en la experiencia de cada individuo. Yo no tengo dudas. En este momento, podría decir que su hallazgo fue una afortunado accidente, pero encontrarse con una obra tan cargada de recuerdos no es algo que suceda por azar, era algo que debía suceder. Después de todo, construir una fantasía y reconstruir la memoria puede ser lo mismo.

            La disposición de elementos me lleva a la curiosidad que me provocaban las ilustraciones de Annegert Fuchshuber para el Tragasueños de Michael Ende cuando tenía unos cuatro años. Ver dormir, desde las ventanas de sus hogares, a la gente de Dormilandia me hacía bostezar y me hacía preguntarme sobre sus sueños. ¿Qué soñarán las ilustraciones cuando cierran los ojos?, ¿les dolerá cuando uno cierra el libro?


            Voy a mis siete años y me recuerda la incertidumbre de las primeras veces en que me enfrenté a los laberintos de Remedios Varo. Miro los edificios con ventanas chiquitas y pienso, por ejemplo, en la complejidad de “Tránsito espiral”, en la inquietud de “Hacia la torre” o en el asombro de “Fenómeno de ingravidez”. ¿Por dónde se entrará a esas habitaciones?, ¿será que las ventanas son así para que uno quiera asomarse? Pero ahora, ¿por qué me dan tantas ganas de escapar?


            Veo la profundidad del paisaje, el orden de las ventanas y las grietas en la pintura; entonces me acuerdo de lo aventurera que me hacían sentir los dibujos de Roswitha Quadflieg para La historia interminable, también de Ende. Debía tener ocho años cuando entendí esa sensación; conocía el libro de toda mi vida, claro, pero nunca supe bien qué pensar hasta entonces. Era aterrador llegar a la letra I y encontrarse con la Ciudad de los Espectros donde esperaba Gmórk, así como era desconcertante llegar a la W de la Ciudad de los Antiguos Emperadores, pero se sentía bien tener el valor de seguir leyendo. Si entro, ¿podré salir o acaso me perderé en su interior para siempre?



            Ahora advierto lo grande que es la ciudad y, si regreso a mis doce años, también veo los inmensos castillos de acuarela de Alan Lee. En aquel entonces, me fascinaba todo lo que tuviera que ver con la mitología feérica; así pues, no tardé mucho en encontrarme con su ilustrador por excelencia. Varias veces intenté reproducir el aire misterioso de los colores dispersos en agua, pero nunca lo logré; no sólo porque la limpieza de técnica aún estaba muy lejos para mí, sino porque no podía concebir las dimensiones de la construcción. ¿Por qué siento que puedo tocar cada torre o cada techo si estoy tan lejos?, ¿por qué me da la impresión de que esa ciudad está hecha tanto para gigantes como para enanitos? 



            Si lo veo desde otro ángulo, menos complaciente tal vez, recuerdo el cortometraje animado de Mark Baker llamado La villa. Cuando lo vi por primera vez, por ahí de los 15 años, me dio miedo entender aquel viejo dicho de “pueblo chico, infierno grande”. La historia se trata de un grupo de personas que no pueden dejar de meterse en los asuntos de los demás y que  viven en una villa circular donde las casas son enormes, pegadas entre sí y con vista hacia el resto de las casas. Me preguntaba, francamente incómoda: ¿Así es en todos lados?, cuando crezca ¿tendré que vivir eso?, ¿por qué diablos le iba a importar a la gente lo que hago o no hago?



            Veo ahora los colores y las formas en armonía dinámica y revivo el amor que transmiten los paisajes de Miyazaki Hayao, en especial, su castillo vagabundo en el desierto. Los japoneses, por historia e idiosincrasia, padecen de un barroquismo contemplativo que se manifiesta en todo lo que hacen; juntan y amontonan cosas y conceptos de tal modo que, aunque parezcan totalmente opuestos, se siente como si pertenecieran entre sí. El castillo aglomera diferentes tradiciones y estéticas, quizás por ello resulte tan fácil encontrar un punto de identificación y acurrucarse ahí para conocer el resto. A los dieciocho años, cuando lo vi, pensé: ¿por qué se siente tan conocido?, ¿por qué espero reconocer algo tras esas puertas?


            Hoy, a los veintitrés, escribo sobre los recuerdos ocultos en cada visita al cuadro de Murata-sensei. Me tomó otros veinte años a mí para llenar el lienzo.

           Y, a pesar de todo, ese gerundio tan coqueto del título me dice que el proceso de construcción aún no termina. Pero como solía decir mi padrino “ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión”.

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