lunes, 9 de junio de 2014

Síndrome de tejidos penelopinos

Hace poco publicaron un ensayo mío en la revista Marabunta en el que juego con las posibilidades epistemológicas de tejer. Lo publico aquí también por si llega a haber problemas con el link:

Ilustración de Ángel Zaldívar.
“¿Tejer? ¡No mames, tejer es para viejitas!”, se oye por las calles.

No hay duda de que se trata de una burla. Tanto el acto de tejer como la condición de “mujer de edad avanzada” carecen de dignidad, emoción y valor social a ojos de nuestro agresor y la respuesta inmediata (natural y justa) podría ser: “¡Ah, chinga tu madre, ‘viejita’! ¡Ora, namás por eso, tú invitas las chelas!”. Pero si consideramos bien la situación, nos daremos cuenta de que el enunciado se apoya en presupuestos ridículos e ignorantes.

Cualquiera que haya intentado tejer, bordar o zurcir (volver a pegar tristes botones no cuenta) reconocerá de inmediato que no es igual a estornudar, ni sólo es cosa de “pasar el hilo y ya”; entender las instrucciones para elaborar tal o cual prenda se puede ubicar entre las actividades de intelección más herméticas; y cualquiera que haya escuchado las historias de las grandes tejedoras o las haya observado en la naturaleza, deducirá que las apariencias engañan, en especial, las inofensivas.

            Entre las múltiples representantes en Occidente, la que me provoca más curiosidad es Penélope, reina de Ítaca y esposa de Ulises. Hoy en día y en determinados ámbitos, ser comparada con ella puede tener, al menos, dos implicaciones: 1) que una sea vista como portento de esposa paciente, leal, discreta y abnegada o; 2) que una sea vista como un (lamentable) ejemplo de sumisión y resignación al patriarcado.

            A primera vista y de acuerdo con la forma en que han operado los símbolos a través de la historia, la figura de la reina itacense en verdad representa uno de los pináculos de la pasividad. Sin embargo, ello parte de un error por omisión: que tejer no significa nada, que es hacer algo sin hacer nada, que sólo es una forma menos molusca de esperar por otra cosa…

Si llenáramos el hueco con hilo y estambre, ¿qué pasaría?

La historia dice que, para ponerle un alto apropiado a los avances de los cazafortunas, Penélope anunció que tomaría una decisión una vez que terminara la mortaja de su suegro. Durante el día tejía y en la noche, deshacía…. Y así, por unos tres años. De acuerdo con la lectura clásica, el tejido era lo de menos, lo importante era comprar tiempo para el regreso de Ulises.

Nunca me atrevería a presumir qué hizo o no hizo Homero en vida, pero me inclino a pensar que tal vez no era de los que, en su niñez, permanecían quietos a observar cómo las mujeres a su alrededor hilaban, enhebraban y laboraban. Si hubiera sido así, la labor de la reina acaso tendría la misma relevancia epistemológica que las tertulias en el ágora.

Atenea favoreció al astuto rey de Ítaca y a su familia, no hay duda de ello, pero suele olvidarse que la diosa de la sabiduría y las actividades inteligentes también protege a las hilanderas, tejedoras y bordadoras. ¡Con toda razón! Quien entiende de tramas no es ningún idiota. Si bien la complejidad varía, es necesario un mínimo sentido de estrategia, discurso (de discurrir), anticipación, cálculo y posibilidad de error. La regularidad del movimiento ofrece, asimismo, el freno idóneo para los pensamientos atribulados; la monotonía (peligrosa como es) también despeja la senda para la cavilación recta.

Como actividad humana —que se realiza por gusto o vocación—, producir colchas, chambritas, bufandas, suéteres, cobijas, rebozos, manteles, tapices, gorros, calcetines, faldas, yelmos, barbas e innumerables etcéteras implica una noción de otredad equiparable con la de quien trabaja el campo y quien trabaja en la cocina: satisfacer una necesidad primaria de otro individuo. Como actividad egoísta, se manifiesta la intención de disfrutar el resultado tangible del esfuerzo propio. ¿Por qué no?

Si se observa con atención, la manera en que se entrelazan el derecho y el revés —elementos banales en su singularidad— depende de una intención estética y una conciencia del todo, del entramado, del futuro mismo. ¡Pregúntenle a las moiras! Ningún hilo es igual a otro, pero tampoco es muy diferente; el color, la textura, la longitud y el propósito difieren según la hebra. Aun así, todos deben terminar. El concepto de ‘destino’ está implícito en cada tejido. Es por eso que surge la imperiosa necesidad de azotar la cabeza contra la pared una y otra vez cuando, en el trance de la acción, el material se enreda, se jala o si se produce un error en la cuenta. La perspectiva del resultado nos obliga a cancelar nuestro derecho a equivocarnos y exalta el deseo de perfección. ¡Mejor deshacerlo todo y volver a comenzar!, sólo la experiencia y el genio pueden transformar un desliz en afortunado ornato. Hay quien, como Hugo Hiriart, entiende que no se trata de un mero proceso mecánico: “El arte por el arte y el tejer por el tejer” (refiriéndose a la labor de las arañas, tejedoras por antonomasia).

Así, por un lado tenemos la estética de la urdimbre y por otra, la ética. Tejer sí tiene un significado, no es no hacer nada, es otro tipo de discurso que surge a partir de un contexto y que responde en consecuencia. No sería muy diferente del propio acto de pensar, si consideramos que, típicamente, se opone el pensar o teorizar al hacer. No obstante, la lengua misma ofrece indicios de lo contrario, ya que “pensar” es tan verbo como “hacer” y —en calidad de verbo— es acción por derecho morfosintáctico, semántico y pragmático (Eduardo Nicol podría decir algunas palabras al respecto). Entonces, quizás elaborar una mortaja por años resulte tan significativo como tratar de regresar a casa.

Penélope no es tonta (“Quien entiende de tramas no es ningún idiota”): Aprovecha el menosprecio de los hombres por los quehaceres femeninos y la supuesta piedad por la condición de los muertos para esconder un profundo ejercicio intelectual detrás de cada hilo. Aun si no esperara el retorno de Odiseo, el tejido la protege de un matrimonio impuesto por la codicia y la ley; ella podría ganarse el legítimo favor de Atenea sólo por eso. Homero nos habla de los pensamientos de la mujer, pero únicamente los que se relacionan con su esposo (claro, se trata de la Odisea). ¿Y todos los demás?

A lo mejor, en esos largos días, la tarea fungió como un verdadero lienzo en blanco. Al tiempo que avanzaba, nuevas figuras aparecían en la tela y la repetición la hacía más hábil, con deseos de retarse a sí misma en un campo placentero. Se trataba de una mortaja, en efecto, pero Laertes no estaba muerto, así que Penélope no tenía la obligación moral de observar un diseño plano y sobrio.

Por supuesto que conocería la fatídica historia de Aracné y no tendría la intención de cometer el mismo error. La muchacha se había equivocado, no al creer que era mejor que Atenea, sino al presumir y aferrarse a su palabra frente a la diosa. Entonces, Penélope pensaría: “Es posible que hayas dicho la verdad sobre los dioses, pero tu arrogancia lo convirtió todo en un motivo para ser castigada. Donde el tejido habla, las palabras sobran.”

El silencio de la reina itacense —interpretado como símbolo de sometimiento— entonces pudo haber sido una muestra de concentración en asuntos filosóficos. Cada idea, cada recuerdo, cada historia, cada mito que atravesara su mente podría verterse en la estrecha trama, igual que un diario. La ventaja sería que, como habría de deshacer el producto, ahora podría ser honesta: Teje sobre lo que sería vivir como pastora en una isla solitaria, sobre lo que hubiera pasado si jamás se hubiera casado, lo que se sentiría ver el mundo con los ojos de un águila.

Además, en su encierro y rodeada de sirvientes, tal vez se habría enterado de cosas que jamás hubiera escuchado al lado de Odiseo, cosas que valdría la pena plasmar en el lienzo: Un día teje sobre una familia atacada por soldados; al otro, sobre un grupo de hombres que violan a una adolescente; al siguiente, sobre un viejo mendigo apedreado por niños en la plaza; al que sigue, sobre una mujer condenada a tejer con una sola madeja escarlata por siempre... Por la noche, cuando jalase el hilo y las escenas despareciesen, imaginaría que es real y sentiría que ella es la responsable. ¡Ah! Pero, a veces, también se tropezaría con la urdimbre y desharía centímetros enteros porque detesta equivocarse.

            Acaso ser Penélope no es ser como todos piensan. Sufrir de un síndrome penelopino, hoy en día, podría significar lo contrario a la espera pasiva o al esfuerzo sin propósito; una compulsión por el trabajo llano, simétrico y detallado, por ejemplo: “Ya no sé qué escribir y necesito descansar mi cerebro... ¿Dónde dejé mi tejido? ¡Ah, ahí’stá! ¿Pero qué…? ¡Ay, no! ¡Ara, tu pinche gato volvió a jugar con mis cosas! ¡Un día de estos lo voy a enrollar y atorar en la persiana, te lo juro! *…Riiiiing…* ¿Qué quién me habla? ¿Ulises? ¡Ah! Dile que yo le llamo en un rato. Este estambre de porquería ya se me enredó otra vez.”